Conocí a Fidel Castro, el Comandante, en 1978. Formaba parte
de una delegación española que asistía en Cuba al Congreso Mundial de la
Juventud y los Estudiantes. El Comandante vino a saludarnos y se paró
sorprendido al vernos a media docena de camisa azul. Le saludé brazo en alto y
me estrechó la mano cordialmente: “Sé lo que sois”. Me indicó que mirase la
librería de la casa museo del Ché. Lo hice y en ella estaban unas obras
completas de José Antonio, dedicadas por Antonio de Olano al propio Fidel. Luego
supe que un profesor jesuita, Armando Llorente, había acercado al Comandante a José Antonio, quien afirma de su mejor alumno: “Conmigo cantó el Cara al
sol veinte mil veces y con el brazo en alto”.
Luego vendría el desembarco del Granma. La larga lucha en la
sierra. La ruptura de la invisibilidad en sus encuentros con periodistas. La
presencia en el presente en los combates contra el gobierno de Batista y la
entrada en La Habana en 1959, con el fusil en alto y un rosario anudado en su
antebrazo. Después llegó la arremetida de Estados Unidos en Playa Girón y la
realpolitik, volviéndose hacia la Unión Soviética por la cercanía a EEUU.
Las banderas rojinegras se convirtieron en estandartes
rojos. Entonces se bajó de Rocinante y tomó la mula de Sancho Panza. Olvidó que
había dicho de su hermano Raúl “no vale
para nada” y sucumbió a los encantos de Moscú.
Remedando al mejicano podemos decir, “pobre Cuba, tan lejos
de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”.
Descanse en paz, Comandante, compartimos sueño, enemigo y
orígenes; no partido, ni sistema, ni amigos.
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