En la redacción de Arriba, una sala enorme donde por las tardes, en una esquina, unos cuantos hacían tertulia con Eugenio D'Ors, dos redactores se apostaron a ver quién acertaba a la manecilla del minutero del reloj. Empezaron los tiros, algunos miraron al principio, pero todos volvieron al papel o a la palabra sin hacerles caso mientras las balas impactaban en la pared junto al reloj. La redacción estaba acostumbrada a todo desde que les regalaron un cachorro de oso que allí criaron y hubieron de entregar a la Casa de las Fieras de Madrid porque al ver al animal ya crecido, el oso digo, las visitas, informadores y suministradores salían a escape de la redacción del diario.
En la redacción de Pueblo tenían la máquina de escribir de un periodista encadenada a la mesa. No lo hacían para evitar que se la llevara, sino para impedir que se la tirase, como era su costumbre, a los compañeros con los que discutía. El fin de la cadena era salvar la máquina.
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En la redacción de Pueblo tenían la máquina de escribir de un periodista encadenada a la mesa. No lo hacían para evitar que se la llevara, sino para impedir que se la tirase, como era su costumbre, a los compañeros con los que discutía. El fin de la cadena era salvar la máquina.