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Le han dicho que su televisión smart, con nombre de santo coreano, puede escuchar las conversaciones que tienen lugar al alcance de sus micrófonos, los mismos por los que da las órdenes para cambiar de canal o grabar. Los entendidos lo comentan indignados, la casa lo admite. 

Se sienta frente a ella, la enciende. Busca un canal sin emisión, una pantalla chispeante con olor a magdalena Poltergeist, toma aire y habla: "Hola, Smart. Tienes pantalla para enseñar y también oídos para escuchar pero no tienes piernas para huir. Y hoy tengo ganas de reventar hablando, sacar huracanes con mi voz para explicarme, aullar y murmurar." Se sirve un whisky, retrepado en el sofá comienza a desgranar su historia, recuerdos de infancia, adolescencia, universidad, ejército, trabajo, amor... ante una pantalla muda que ni siquiera transmite el ruido de la estática. El solitario cuenta su vida a calzón quitado frente a la máquina. El único corazón que late en la estancia en penumbra es el suyo mientras su alma se vuelca en palabras.

La funcionaria de inteligencia enjuaga una lágrima, marca la grabación y escribe una nota remitiéndola al departamento de análisis de conducta para el perfil del ciudadano 448 1576/Sp/UE.  
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