Presentación

Como un motor sin transmisión, cuya fuerza no llega a las ruedas, es hoy mi vida. He sido muchas cosas, desde butanero a director de un diario, corresponsal, asesor y he estado en los dos lados de las aulas universitarias. El trabajo nunca me ha asustado aunque yo sí me asusto. Hay momentos en que una rabia inmensa y tremenda se derrama hacia fuera anegándolo todo.
Hoy me quedan pocos tesoros humanos, de los otros aún menos, poco más que un pasado intenso que, en momentos en que creí morir, me hizo pensar que había vivido.
Soy absorbente y liberal, celoso y comprensivo, me sobran mala leche y sentido del humor. Soy incoherente, soy humano. No es una disculpa, es una descripción.
Y su imagen planea, una vez más, sobre mi esperanza y temo, bajo su sombra, mirar arriba y darme cuenta que ha sido un espejismo.
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Por los caminos del ayer

Eugenio y Ascensión son mis abuelos maternos. Mis difusos recuerdos infantiles evocan el juego de claro oscuros de las estancias toledanas. Una ventana del pasillo a la sala, en su dintel sujetaba el botijo cotidiano, abría la visión entre el cuarto en tinieblas y el pasillo casi luminoso.
En el edificio había un niño con hierros en las piernas, tenía la polio. Jugábamos juntos en un patio cuya enormidad del recuerdo infantil desapareció en una visita de adulto, mi peregrinaje tras la senda del niño que fui. Mi abuelo Eugenio era adusto y austero como castellano de campo. Algo agarrado, en opinión de sus hijas Chon, Rosa, María y mi madre, Leo. Había sido guardia de asalto en la II República y se mostró poco remiso a asaltar el Alcázar durante la guerra. Un certificado de cólico nefrítico de un médico amigo le salvaría de la depuración.
Mi abuela era dulce, de moño eterno y rostro enjuto, se murió cuando lo hizo su marido.
Tuvieron cuatro hijas. La mayor, Chon, casó con un carpintero, Agapito, de la fábrica de armas de Toledo y se fueron a vivir al poblado obrero, una casita baja con huerto, jardín y taller que le daban antaño a los obreros de esa fábrica. Chon tuvo cuatro hijos varones y una hermosa chica. María se casó con un guardia civil, Antonio y se fueron a vivir a Getafe a la calle presidente Kennedy. Tuvo hijo e hija. Rosa se quedó en Toledo y casó con un policía armada, Isidro, que se había pasado durante la guerra con una ametralladora a los nacionales. Tuvieron dos hijas, Rosa y Eugenia.

Mi abuela Rosario, la madre de mi padre, venía de un mundo mágico. Sus apellidos eran Vázquez de Castro y Diez de la Cortina. Había nacido en Filipinas, en una guarnición colonial española, donde abrían el champán a sablazos. Hablaba de las cosas de la Historia en primera persona. Su padre combatió en Cavite, al mando de una sección de infantería de marina. Escapó de los tagalos para caer prisionero de los norteamericanos.
En sus historias, que nunca tuvieron el gusto de abuelo Cebolleta, había carlistas y emigrados a América, el conde de la Cortina de la Mancha. Sin embargo fue Sevilla quien dejó mayor impronta en la vestimenta y el habla de mi abuela Rosario. Hacía trampas a las cartas, tenía criada y a ella culpaban los estudiantes de la pensión de al lado, de las bromas de mi abuela.
No conocí a mi abuelo Gustavo. Murió un azaroso 19 de julio de 1936, en la toledana calle las Armas, bajo las balas de la Guardia Civil que no se andaba con distingos cuando corría hacia el Alcázar. Otro 19 de julio, muchos años después nacería su bisnieto Gustavo, mi sobrino. El abuelo Gustavo era republicano de Azaña, con sombrero y fábrica propia, de pastas por más señas. Entre sus ancestros hay un diputado de la primera república española cuyo parecido con mi padre es sorprendente. Bromeaba sobre la entrada de un Morales al mando de una unidad, también de infantería de marina que es una fijación familiar que rompí, en la corte navarra del pretendiente Carlos. Esto trae a mi sangre las gotas de sangre jacobina de Machado, el mayor. La vena republicana, de justicia social, izquierdista en parte, me viene también de mi padre y de mi abuelo.
Safón, una orilla arenada del Tajo, era la playa de Toledo. Allí echaban dreas de barca a barca chavales que no sabían nadar.
Mi padre, atado a una cuerda se tiró desde una barca sin saber nadar. El extremo se le escapó al de la barca y la suerte hizo que la corriente le llevara de nuevo hasta la borda. La cuerda tirado barco arriba. El padre de los niños Pimentel contrató a nadadores profesionales para enseñar a sus dos hijos. Así estaba más tranquilo.

Estuve en las dos bodas de mi padre. En la segunda de fotógrafo. La pareja se trasladó desde Toledo a Madrid, cuando mi padre Gustavo Morales consiguió ingresar en la Dirección General de Tráfico. Me crié con mis hermanos, Elena y Eugenio. Dreas y cantazos en Comillas, un antiguo barrio de ex presos, transformado en poblado gitano. Fui alumno libre hasta cuarto de Bachiller. Una vez al año, por un extraño misterio de los distritos estudiantiles, los de los pares de la calle Antonio Leyva se examinaban en el instituto Cervantes, en la glorieta de Embajadores. Los de los impares de la misma calle nos teníamos que ir a Guadalajara, al Instituto Brianda de Mendoza, cuya palmera en el patio forma parte de los angustiados recuerdos de cuantos nos jugábamos el curso entero en un día de exámenes.
Modesto Marín, quien era algo en el Ministerio de Educación y era amigo de alguien, consiguió que se me considerase de los números pares de Antonio Leyva o algo así y pude matricularme de cuarto de Bachiller en el Instituto Cervantes, acudiendo todos los días a clase. La severa preparación de alumno libre me facilitó la parte educativa del instituto y pude dedicarle más tiempo a la social. Es decir, a enterarme que había un mundo más allá de Toledo y del barrio de Carabanchel.
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Cuando éramos exploradores

Hasta entonces, mis relaciones se dividían entre los niños vecinos del barrio y la familia. Tras la Primera Comunión engordé lo que intensificó la afición por la lectura que transmitía mi padre. Esto y un balonazo ayudaron en mi indiferencia hacia el fútbol. Opté por las chapas y la bicicleta de alquiler cuando hubo dinero en casa. Esto suponía que mi padre encontró otros trabajos como profesor de Historia en un colegio de monjas y de Matemáticas en una academia.
Entré en el grupo scout al que daba cobijo la parroquia de San Miguel Arcángel. En él desperté a la adolescencia, es decir, al sexo y la muerte como tema recurrente de conversación. Y adelgacé hasta la normalidad. Los campamentos me facilitaron una capacidad de adaptación al medio, social y natural, además de aprender a orientarme en el campo y en la vida. El escultismo me mostró que todos los problemas están sin resolver antes de enfrentarlos. Mi grupo, sito en Carabanchel Bajo, con puesto en el barrio de la Guardia Civil subiendo la calle General Ricardos, transitó años después al maoísmo. Casi todos se hicieron de la Joven Guardia Roja. Yo me había hecho scout para llevarle la contraria a mi amigo Manuel Ignacio que se había hecho de OJE sin avisarme.
Di con el grupo en el patio de la iglesia de San Miguel Arcángel y sin conocer a nadie me apunté. Entré en la Patrulla Linces y era su jefe al mes y medio, con gran enfado de un Nacho que era el jefe anterior, se me dan mal los nachos. Al jefe del grupo lo llamaban Papi, acabó ligando con Izaskun, amor secreto de todas las seisenas de lobatos y más.
La patrulla Linces era una especie de legión extranjera del grupo. Los decentes estaban en Mapaches, uniformes impolutos: Alfredo, el anarquista del barrio, y Juan Antonio, mi amigo más añejo. Por allí también pasaron Emilio y Marcelino. En mi patrulla estaba Eusebio, a quien luego becaría el Ministerio de Justicia en Carabanchel por un atraco; Zapata, que hacía honor a su nombre y dos hijas a Fifi; Javier el pastillas, no digo nada más, y José Carlos, un testigo de Jehová que me llevaba a debatir con su madre sobre la promesa scout. También conocí allí al hombre más manitas del mundo: José L. Porras y a una de la mejores personas que conozco, Juan A. Velasco, alías Morgan, quien me ofreció el mando de su nudo en una etapa posterior de los scout al hilo de la edad crecida.
Mandaba la tropa scout Vidal, luego candidato extremeño por las listas de Izquierda Unida tras el paso por el maoísmo de medio grupo, yo estaba en el otro medio. Vidal tenía una descripción similar a la de Don Quijote de joven y con gafas. Acabó siendo el alcalde socialista de un pueblo o eso dicen. Romero jugaba a minero rojo, la tradición heredada del padre que sí lo fue, se hizo de CCOO y llegó a algo. Una noche me esperó con otros en el portal de mi casa para ajustarme las cuentas por fascista, se disculpó cuando no consiguieron su propósito porque me lo tomé mal.
Nieves, una chica encantadora de la que estaba enamorado como el adolescente que era Agustín, amigo y compañero en la melancolía de Simon y Garfunkel en las tardes de domingo antes del paseo a plaza de España con la intención expresa de ligar. La más sonada fue cuando nos ligaron a nosotros en plena calle para una fiesta en una parroquia cercana con un adorable déficit de varones, un baile y una escoba.
En el entorno de la parroquia y en conjunción con la agrupación scout y otra gente del barrio se formó un grupo de teatro en torno a un cura joven y barbudo aficionado a la fotografía. Una de las que me hizo la tengo aún en la pared. En él se hicieron muchos matrimonios tras distintas combinaciones. En esa área, y sin haber hecho más que de león en los telones y acomodador en el seminario donde se representó “Esperando a Godot”, andaba con la gente del grupo de teatro.
Tiempo después, una noche en una playa de Gijón, nos liamos los del grupo del barrio a sacar los mástiles de las banderas y a tirarlos y llevárnoslas. En esas andábamos cuando apareció la Guardia Civil. Nos desperdigamos a la carrera, Pilar se quedaba atrás, no podía más. Los guardias daban el alto a voces, la sirena, el haz de luz, corriendo y atravesando vallas entre el ladrar de perros. No la solté la mano, no nos desenganchamos. Escondidos tras las altas hierbas y la noche, cruzamos la carretera y llegamos a nuestras tiendas de campaña. Pilar repetía, “me he cagado”, la calmé, ya pasó todo. Me contó que estaba preocupada porque le había dado un beso con lengua y temía estar embarazada. La tranquilicé al respecto. Cuando fueron llegando nuestros compañeros y comentamos excitados nuestras diferentes huidas, Morgan aprecia el olor. Pilar se ha cagado de verdad y Morgan inmisericorde la hace meterse de noche en el mar Cantábrico para lavarse. La cosa se enfrió.
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Cuando éramos estudiantes, el Instituto

Me pasé bastante tiempo poniendo en huelga la enseñanza media de Madrid. En una de esas ocasiones arengaba a las alumnas del instituto Emperatriz María de Austria. Éstas ponían como excusa para no salir la valla metálica. Cogí un adoquín y me puse a romperla. Los timbres sonaron y hasta la directora salió al patio para reclamar a las estudiantes a las aulas. La seguían dócilmente. Abrí una brecha en la valla y desde ella las llamé de nuevo. Una sola se dio la vuelta, cruzó el patio y se me echó en brazos. Cogí sus muletas del suelo y la saqué por la malla metálica rasgada. Unos segundos de silencio y un enorme griterío, están vitoreando, todo el instituto sale detrás de mi. Esa mañana llegué a los demás institutos acompañado de docenas de chicas. Todos los institutos masculinos te seguirán y con ellos el Beatriz Galindo, el Isabel la Católica, etc.
Varias de las chicas que me rodeaban eran de izquierdas. Y estaban estupefactas. El líder de la revuelta no lo era.
Íbamos a un antro donde pedías las copas por una ventanilla y te daban algo de color oscuro o amarillo. Ron con limón, ron con coca cola, whisky... Tras la ventana había dos enormes perolas de plástico, una con líquido negro y otra amarillento. Entonces yo comenzaba a aprender.
Así que, el instituto Cervantes me dio la oportunidad de afiliarme a un grupo azul clandestino, pequeño, pobre y optimista. Inauguré mi militancia con una pintada en la pared del grupo scout que sentó muy mal a la izquierda, compañeros de años de salidas y marchas, y a los curas de la parroquia porque la pared era suya. Uno de los pintores conmigo es ahora notario, tiene una familia grande, mantiene a mucha gente en distintas partes del Tercer Mundo y no hace ostentación de ello.
Mi forma de afiliación tuvo su aquel. Alguien tiró unos panfletos en el instituto Cervantes; leí: “Franco no, Falange sí” y corrí tras el panfletero. El joven, Jorge se llamaba, con el corte de vestimenta de OJE, veía correr tras de sí a un individuo con melena y aspecto progre. Al doblar una esquina de la calle Embajadores me le encontré en posición pugilística. Le tranquilicé mostrándole mi interés por conocer a ese grupo autor de los panfletos que no ponía dirección alguna. Me citó el sábado a las doce de la mañana en el Metro de Quevedo, al salir me encontré con dos individuos enormes y mi conocido. Señalándome uno de ellos, luego sabría que era Paco Canadá, indicó a otro que se presentó como Camilo: “¡Qué va ser falangista éste! Es un troskista”. La avidez de nueva militancia nos llevó, a Manuel Ignacio y a mi, a su local en la calle Bravo Murillo, la pantalla era una asociación cultural de nombre Amanecer. Tras ella estaba un grupo clandestino, el FENS, Frente de Estudiantes Nacional Sindicalistas. Era una escisión del FES pero poco nos importaba a cuantos llegábamos allí con 14 ó 15 años como fue mi caso y el de otros.
Me presentaron a Manolo "el Loro", intentaba buscar militancia donde abundaba, en la enseñanza media. Tras ese primer encuentro, me vi nombrado responsable del Instituto a pesar de que ya había otro dentro, me dijo. Pedí carta blanca y lo expulsé, el chico no estaba dispuesto a arriesgar nada. Desde el Cervantes se podía llegar con facilidad a los institutos San Isidro e Isabel la Católica. Me puse a montar una escuadra en el instituto.
Extendí nuestro radio de acción en enseñanza media de la forma más heterogénea y fui formando un grupo variopinto donde destacaba Jaime “el macarra” que le afinaba la guitarra a Ramoncín, un cantante que estaba empezando. Desde mi barrio actuaba en los cercanos institutos Calderón de la Barca y Emperatriz María de Austria. En ambos conocía a gente. Las huelgas nos permitieron multiplicar nuestra influencia y la enseñanza media se convirtió en parte importante del partido FE de las JONS auténtica donde desembocamos los restos de FENAL, el FENS, las Juntas de Oposición Falangistas, independientes, etc. cuando llegó la transición política. Entonces aprendí a hablar en las asambleas, a rebatir argumentos en público, a convocar, movilizar, imprimir, hacer frente a la autoridad... La acción era incesante y no se detenía por falta de material que sacábamos de cualquier parte para hacer una pancarta o poner un cartel. En otra ocasión cerramos el aula magna, con el claustro de profesores dentro, para protestar por el cierre de las puertas del Instituto entre la salida y la entrada. Costó una cadena, un candado y audacia.
En verano el FENS organizó un campamento en Castañar de Ibor. Jorge Dávila era de por allí. Nos instruyeron en tácticas de disturbios y el uso apresurado de un grupo heterogéneo de pistolas donde llamaba la atención una preciosa P08 Luger.
Poco después fui expulsado del Instituto Cervantes y hube de trasladarme al Emilio Castelar, dentro de la orilla carabanchelera, en la zona de Oporto. En el intervalo ardió el coche del director Mingarro.
Proseguí mi acción en medio de maoístas, anarquistas, católicos militantes y comunistas de todo pelaje. En la enseñanza media de Madrid había creado una buena red pero no había nadie en el Emilio Castelar y fue un buen reto. En torno a nuestra actividad simpatizaban grupos de jóvenes que no querían llamarse falangistas y miraban con recelo el fanatismo de los izquierdistas. Para encuadrarles se crearon sindicatos como el FSU, cuyos dirigentes eran del partido. Fueron intensos los debates en la calle del Pez 21 bajo la luz oscilante de un camping gas. Alguno abogaba por el FSU como la cara del partido en la enseñanza. Alegué que para eso era innecesario el sindicato de estudiantes y que actuase directamente el partido: Si para ser militante del FSU hay que serlo del partido ¿para qué queremos el FSU? El sindicato debía ser dirigido por miembros del partido pero sus afiliados no tenían porqué tener la doble militancia. Algo parecido ocurría con las Juventudes, que no existían de hecho pero sí de derecho para las magras subvenciones del Ministerio de Cultura. Dado que quienes manteníamos esas tesis de abrir el sindicato a los no falangistas éramos los activistas de enseñanzas medias nos consintieron un tiempo. Nuestro crecimiento centró alguna reunión de la Unión de Juventudes Maoístas y otras organizaciones rivales. Finalmente, las Juventudes de Falange Española Auténtica fueron aceptadas en el Consejo de la Juventud y participaron en el Congreso de la Juventud y los Estudiantes que se realizó en 1978 en La Habana.

Cuba, 1978
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Cuba, 1978

La delegación que envió el partido no estuvo muy pensada. Milá en el libelo  Falange, los años oscuros, esparce una serie de patrañas rocambolescas sobre la Auténtica en Cuba. Ante mí y otros, reconoció en Barcelona que lo puso porque se lo habían contado como rumor. Eso es rigor escribiendo, Ernesto Milá.

Cuba

Subíamos a un barco soviético, el Leonid Sobinov, con trescientos comunistas y socialistas de diferentes países que se dirigían al Congreso Internacional de la Juventud y los Estudiantes. Éramos Saceda, ahora sindicalista; Vicente Martínez, el secretario general de Juventudes que se marcharía a la UCD; Sandokán, que contaba cómo combatió al lado de los polisarios ante nuestra incredulidad; el Indio, un chaval de Barcelona para una plaza que no se llenaba (“¿ir a Cuba con camisa azul? ¿estáis locos?”); y en Lisboa, de polizón, se subió el inefable Javier González Alberdi, el murciano al que dimos refugio pero fue imposible ocultar su exuberante presencia. La cosa se saldó con una pelea en que los portugueses del PCP formaron junto a la fornida marinería rusa y los italianos del PCI, con nosotros. Acabó como la Segunda Guerra Mundial, ganaron los soviéticos. A pesar de ello la convivencia era cordial, aprendimos a jugar al ping pong y a requebrar a las camareras en ruso. No tiraron a Alberdi por la borda y hubo un intento de suicidio de una nieta de Violeta Parra. Conocí a Enrique Líster hijo, interesante personaje que me dedicó un libro donde criticaba, con bastante razón, el travestismo político de Santiago Carrillo. Y eso que entonces Carrillo aún era del PCE.

En Cuba nos alojamos en la villa politécnica del petróleo “Mártires de Chile”. A los del PC ruso los metieron en el mejor hotel y dentro de la Habana.
No asistimos a muchas reuniones del Festival Internacional de la Juventud y los Estudiantes, apoyamos una propuesta yugoslava de condenar el hegemonismo soviético a la par que el imperialismo norteamericano y nos dijeron que no hacía falta que volviéramos por el Congreso. Nuestra ausencia no produjo depresión alguna por ambas partes. Nos perdimos por las calles habaneras, aprendimos lo que eran los Comités de Defensa de la Revolución y las porterías espías al modo del Madrid republicano. Conocimos mujeres que estaban divorciadas con 19 años. Supimos de un pueblo vital que grita la vida y susurra la política bajo los orwelianos carteles de Fidel Castro, en todas las esquinas, en todos los instantes. En 1978 el turismo no anegaba Cuba; la mayor parte de los barcos que fondeaban en el puerto de la Habana estaban roñosos y lucían el martillo y la hoz.
En la casa museo de Ché Guevara y demás guerrilleros había un ejemplar de las Obras Completas de José Antonio con el sello de Círculos y dedicadas a Fidel por Olano. 

Las delegaciones fueron recibidas en un desfile que terminaba en un gran estadio, desde cuya tribuna saludaba Fidel Castro con Santiago Carrillo y otros líderes comunistas presidiendo. Entraban los holandeses montados en bicicleta, graciosamente conjuntados con sombreros de paja; los soviéticos de gris y amarillo; negros e indios estadounidenses también tras su enseña nacional; italianos, finlandeses, chilenos... rompiendo el orden la delegación española era un arco iris de camisetas, pantalones cortos y largos, banderas de España y republicanas, de todas las autonomías, rojas, negras y rojinegras.
Cuando entró la delegación yugoslava que por evidente orden lo hizo después de nosotros, ya incorporados a las gradas aunque lejos de Castro y de Carrillo, la presidencia dejó de aplaudir de forma ostentosa. Seis chicos nos pusimos en pie y aplaudimos ferozmente en un estadio en silencio ante el paso de los disidentes yugoslavos. Éstos nos invitaron con frecuencia durante nuestra estancia en Cuba y propusieron que una delegación nuestra visitara Belgrado. La cosa quedará en agua de borrajas porque el partido se fue al garete, primero el nuestro y después el suyo con más jarana.

El viaje se cerró con una anécdota. Chema Múgica, sobrino de Enrique Múgica, escribió una carta a su tío y la recibió mi padre. A la par, Múgica recibió la mía. La coincidencia en las cartas era un comentario: 1984 de Orwell. La censura no era muy puntillosa y se liaba algo con los sobres.
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