Entrevista al vicealmirante Luis Carrero Blanco

“Que este señor venga a trabajar conmigo”

Gustavo Morales

Llega el periodista a la vivienda de uno de los hijos del almirante Luis Carrero Blanco, el mismo que comparte nombre de pila con su padre. La entrevista es relajada y tiene lugar en los claroscuros de su despacho, atestado de libros, cuadros y recuerdos de toda una vida al servicio de la Armada española.

Pregunta: El almirante Carrero Blanco era un hombre independiente, no pertenecía a ningún grupo ni familia política del régimen; carecía de ambición política y no se preocupaba de su imagen pública. El Almirante le había ofrecido su renuncia a Franco en dos ocasiones. Sus tres principales realizaciones fueron: El Memorandum, aconsejando la no intervención de España en la II Guerra Mundial. Los Planes de Estabilización de la economía y de Desarrollo: López Rodó era de su equipo y, por último, el nombramiento de Juan Carlos de Borbón como Príncipe de España y heredero a título de Rey. Victoria Prego ha escrito que la elección de Juan Carlos como sucesor de Franco fue muy influida por el Almirante. Otras familias del régimen preferían a Alfonso de Borbón o a la rama carlista.
Luis Carrero Blanco: Hay un momento, con Franco, que fue en la guerra del norte de África. Mi padre, alférez de navío, era segundo comandante de un barco que llevaba a remolque a una unidad de la Legión que mandaba el comandante Franco. Se conocieron aquella noche. En los barcos de la Marina era típico tomarse una sopa de ajo a medianoche, cuando iba a haber bulla. Mi padre se dirigió a Franco y le dijo: “Mi comandante, ¿quiere usted una sopa de ajo?” Y Franco le contestó: “No, yo siempre entro en combate con el estómago vacío” Ya había sido herido. Después de esto, mi padre hizo un curso de Estado Mayor, ya siendo capitán de corbeta, en Francia. Alguien debió decir que estaba allí. Franco le pidió que le mandara unas informaciones del Ejército francés. Mi padre se las mandó. Otro contacto. Después, la Guerra Civil,  le pilló a mi padre aquí (en Madrid). Pudo salir por la Embajada de Francia. Mi padre tenía un amigo francés, el almirante Castes, muy famoso entonces a quien había conocido en el curso de Estado Mayor. Estando mi padre en la guerra, tomó unas decisiones en su barco y se hicieron más amigos Franco y él. Después hizo el informe del que hemos hablado antes y el Generalísimo dijo: “que este señor venga a trabajar conmigo”. A partir de ahí, mi padre lo único que le pidió al Generalísimo es que no dejara su carrera. Durante una temporada estaba en la Presidencia y estaba en la Escuela de Guerra Naval de profesor. Tuvo contactos continuamente pero hubo un momento en que ya no pudo más. El Generalísimo tuvo el detalle romántico de permitirle que siguiera ascendiendo. Cuando el compañero más moderno ascendía, mi padre ascendía también. Por eso llegó a almirante. Hacía mucho tiempo que mi padre no había pisado un barco.

P: Ha salido un libro que usted conocerá que se llama “Todos quieren matar a Carrero”. El autor ofrece unas veinte pistas de las distintas conspiraciones que conducen al asesinato del presidente del Gobierno. ¿Lo ha leído?
 L. C: No lo he terminado pero lo acabaré. El título del libro no me convence. Se lo dije al autor. Un hombre simpático, estuvimos charlando. De entrada eso de que “todos quieren matar a Carrero” me parece una exageración. El autor me explicó que eso es algo que le había impuesto la editorial para vender el libro.

P: En aquel entonces, la Policía era bastante eficaz. Tenía infiltrados en ETA. Entonces dicen que por distintas vías, recibieron información de que iba a ser asesinada una gran personalidad dentro del régimen, aún no sabían quién era pero pocos días antes parece ser que sí se supo que esa personalidad era el presidente del Gobierno, almirante Luis Carrero Blanco. 
L. C: Me parece tan absurdo, tan poco lógico que al presidente de un gobierno se le pueda matar con esa facilidad. Un terrorista loco que le lanza a lo kamikaze, bueno. Pero todo ese tinglado, mes o mes y medio agujereando una calle, subiendo y bajando, la cercanía de la Embajada americana, una serie de circunstancias y no pase nada. Que retiren a los guardias civiles que estaban vigilando la víspera del atentado, unos de vacaciones de Navidad y otros, al cuartel. Son cosas que no acabo de entender. Hay otra cosa. Dicen que el Almirante rechazó la seguridad. No es cierto. El Almirante nunca pidió una protección pero admitió todo lo que se le dio. El que diga que rechazó la seguridad miente como un bellaco. Al principio iba a la Presidencia andando, le gustaba andar. Un día le dijeron que eso no podía ser. Primero iba a buscarle un coche con chófer. Después con el chófer iba un policía. Al cabo del tiempo iba con un coche detrás. Mi padre jamás pidió nada pero jamás negó nada. Lo se por las veces que hemos hablado con mi padre de esas cosas. El trayecto que hacía mi padre era casa, iglesia, casa, Presidencia. Eso, en el mapa de Madrid, lo he hecho yo, con cuatro policías está vigilado.  Además, que estuvieran los veinte minutos de ida y los veinte de vuelta. Luego se podían retirar. Era elemental. Cuando nosotros estábamos destinados en Cádiz, mi padre iba a vernos y, al principio, iba en el tren. Hasta que le dijeron que no podía ir en el tren. A partir de entonces, iba en el coche con un policía.

P: Su padre había creado los servicios secretos de Presidencia, el SECED. ¿Qué responsabilidad por dejadez o complicidad tienen esos servicios en el atentado?
L. C: Creo que la ineficacia no puede llegar a esos niveles. Una organización dedicada a proteger a determinadas personas no puede permitir que le metan el gol más gordo o casi más gordo que le puedan meter. Admito el kamikaze.  Pero todo ese tinglado que montaron, que veía todo el mundo que pasaba por la calle, esa obra gordísima, con ruidos, ¿a nadie le extraño aquello?

P: Parece ser que hubo denuncias, parece ser que la Embajada de Estados Unidos tenía grabados a esos dos hombres que estaban toda la mañana esperando en la parada de un autobús y se iban sin cogerlo. Henry Kissinger, en aquel entonces, estaba en la Embajada. En sus memorias manifiesta poca simpatía por el presidente del Gobierno español.
L.C: Sólo sé que hubo un encuentro. Kissinger le trajo a mi padre como regalo un trozo de Luna. Una bolita negra, en una panoplia colocada. Con un letrero que decía del pueblo norteamericano al pueblo español y la fecha del viaje de la misión Apolo. Estaba en su despacho de la Presidencia, cuando murió, su secretario, Luis Acevedo, un hombre que había estado con mi padre toda su vida, trajo sus cosas y entre ellas estaba aquello dado que interpretó que era un regalo a mi padre y estuvo ahí (señala un rincón de la biblioteca) un tiempo, bastante. Tengo cuatro hijos y una chica, la chica que es periodista, hace cinco o seis años me dijo: “Oye, padre, aquí pone del pueblo norteamericano al pueblo español. Nosotros somos parte del pueblo español pero no todo. Eso no es nuestro”. Le dije: pues tienes razón. Y ahora está en el Museo Naval. Tengo relación con él, soy presidente de la Asociación. Me dijeron cuando lo entregué que eso vale un disparate.
El hecho es que entonces pensaba que tendría tiempo para hablar con mi padre de cosas de política. No sabíamos que iba a terminar así. Le voy a decir a usted una cosa. Mi padre tenía una lealtad total al Generalísimo. Creía en él, le respetaba mucho. Yo he tenido la oportunidad de estar con el Generalísimo varias veces en mi vida. Cuando ingresé en la Escuela Naval que mi padre me llevó a presentarme al Caudillo. Otra, una Navidad que nos invitó a comer a nivel familiar. Entonces era guardamarina también. Luego, cuando la muerte de mi padre. En la misa a mi me impresionó mucho ver al Caudillo, ya muy mayor, llorando en público. Dos o tres días después nos invitó a mi madre y a mis hermanos a su despacho. Estaba afectado, no cabe duda. Mi padre se entendía muy bien con el Generalísimo. Era muy leal y cuando en un momento dado tuvo que plantarse, se plantó.
Una vez presentó la dimisión: “Yo con este señor no trabajo”. Iba hacia Comillas a pasar la Navidad con mis suegros, pasé a ver a mi padre por El Escorial, los ministros descansaban allí. Mi padre se levantaba muy temprano, yo también. Desayunamos juntos y lo vi muy serio. Le dije: “Padre, ¿qué te pasa?”. Me dijo: “Mira, acabo de escribir esta carta porque yo no puedo seguir en un Gobierno donde hay determinada persona. Como no voy a decir que se vaya, me voy yo”. Hubo cosas que a mi padre no le gustaron. Hay un detalle curioso de esa persona, cuando el asesinato de mi padre, esa persona que era embajador en Londres (Manuel Fraga), le preguntaron: ¿Qué hizo usted cuando asesinaron al presidente del Gobierno? Y contestó: Nada, fui al despacho como un día cualquiera.

P: Hay teorías. Una dice que hubo gente que pensaba que iban a mejorar gracias al atentado. Hacerse con un poder que con el Almirante no hubieran podido. Aunque su padre le dijo al entonces príncipe Juan Carlos que tendría su dimisión a la muerte de Franco en cuanto él quisiera.
L. C: Eso es así.

P: Dentro del régimen hubo gente que pensó que ese crimen podía acelerar sus propias carreras políticas y los designios que tenían. Pero hay otra teoría que dice que no sólo se alegraron sino que, además, participaron: fueron ciegos, sordos y mudos. Los propios miembros de ETA, Argala entre ellos, felizmente ejecutado, dijo que él se entrevistó con una persona en el Hotel Mindanao que le dio la ruta del almirante Luis Carrero Blanco. ¿Quién podía conocer esa ruta?
L.C:  A la vista de lo que ha pasado…

P: Hace casi cuarenta años ETA ejecuta el atentado y el PCE pone la logística, la mujer de Alfonso Sastre. ¿Quién informó de la ruta habitual? ¿Quién impidió el registro el piso franco en Campamento?
L.C: Eso es tan extraño como que den vacaciones a los guardias civiles la víspera del atentado. La escolta es retirada.

P: ¿Cómo se sintieron cuando Adolfo Suárez, en 1977, da una amnistía y libera a los asesinos del comando de ETA?
L.C:  Para mí ha sido lo más duro que he vivido en mis 81 años. Es algo que no puedo entender. Un señor que, durante una época de su vida, está pendiente del almirante Carrero, dispuesto a tirarse en paracaídas si el Almirante se lo decía. Ese señor, asesinan al presidente de su gobierno y a los asesinos no sólo los perdona sino que, además, los indulta. “Aquí no ha pasado nada, ustedes son niños de primera comunión. Se han cargado a mi jefe pero aquí no ha pasado nada.” No lo puedo entender. No fusilaría a esos asesinos, porque no me gusta lo de fusilar, pero no les habría soltado nunca. Que hubieran cumplido sus penas, treinta años o veinticinco. Pues no, a la calle.

P: ¿Usted qué pensó cuando supo que Argala fue ejecutado años después, en 1978, casi el mismo día que asesinó al almirante Carrero? Según declaraciones en el diario El Mundo, que recoge Antonio Rubio, varios oficiales españoles bastante enfadados…
L.C:  Ya caigo. Había un chico, amigo mío y compañero, que le llamaban “el marino”…

P: Luis, “el marino”.
L.C: No se llamaba Luis. Fue uno de ellos por un concepto de “esto no puede quedar así”. Yo no sé si lo hubiera hecho, pero a este hombre le tenía mucho cariño. Éramos muy amigos. Su padre murió en la Guerra. Fusilado en Cartagena. Mi padre le ayudó. Fuimos compañeros de promoción. Era excelente, sensacional, como ser humano y le echó sus narices, no cabe duda. Le mandaron destinado a Canarias. Tenía que esconderse por la posible venganza. Nosotros, sus compañeros, lo sabíamos. Éramos promociones de 28, de 30 miembros. Murió de enfermedad. No le digo su nombre porque si se lo digo a usted, usted lo tiene que decir. Sale ahí, en la foto de mi promoción. Ahí tenemos 22 ó 23 años.

Nos levantamos para ver la foto, señala "al marino" en la imagen. Nos entretenemos en otras que se apoyan en los libros, muchos de ellos escritos por el almirante Luis Carrero Blanco. “Ninguno de mis hijos sirve en la Armada, aunque han hecho el servicio militar en la Marina”. Sobre la pared, las fotos de los diversos buques en que ha servido mi anfitrión.

Explica porqué se hizo marino: “Desde pequeñito, mi padre nos habló de la Marina, de lo que es. Contaba muchas historias. Me enganché, yo y mis dos hermanos varones. Los tres fuimos marinos. He tenido mucha suerte en mi carrera. He llegado a vicealmirante que no es ser Dios pero le ronda (ríe). Somos muy pocos, las promociones son pequeñas. He disfrutado mucho con mi carrera. He trabajado mucho. He llevado en todos mis barcos ese cuadrito de ahí arriba que es una Virgen del Carmen que pintó mi padre”. Comienza a señalar otros cuadros pintados por su padre. El tema es la mar o la fe. “Este cuadro, que es un barco que yo mandé, lo pintó mi padre; aquel, también. Y aquel y ese otro. He tenido muchas más buenos ratos que malos”. Le pido que me cuente alguna anécdota de la Marina y me contesta: “Pues mire, le voy a hacer un regalo. Es un libro que escribí yo. Tiene erratas porque me lo hicieron mis hijos en una impresora de unos amiguetes suyos. Yo les contaba a mis hijos historias. Les gustaban mucho. Uno de mis hijos me dijo que las escribiera porque sería una pena que se olvidaran. Entonces las escribí en uno de esos cuadernos que había con un alambrito. Un día, hará como tres años, en mi cumpleaños, me regalaron una caja de cartón llena de estos libritos. También tiene dibujos hechos por mí. Son historias verídicas, anécdotas, vividas por mí, contadas por mi padre o por mis compañeros. Ahora mis amigos de la Asociación del Museo han dicho que van a hacer una tirada”.

Se despide del periodista: 
“Cuento las cosas como las he vivido. Si no quiero contarlas es porque me duelen. La historia del fin de mi padre es de éstas. Él se hubiera retirado encantado de la vida, se hubiera dedicado a sus libros, escribió un montón, casi todos profesionales: Marina, Historia… Podía haber vivido unos cuantos años más.
Cuando mi padre tuvo una cierta importancia se ocupó mucho de la gente de Santoña. Allí nació mi padre porque mi abuelo, militar de Tierra, estaba destacado allí. Hizo lo que pudo por ellos. Un día recibió una visita del alcalde y unos concejales. Le ofrecieron una casa para pasar los veranos. Ya tenían el dinero reunido. Mi padre se negó. Ellos dijeron que no podían devolver el dinero. Mi padre les dijo: “Haganme un favor. En Santoña hay un problema, los hombres pescan y las mujeres hacen latas de conservas. Los niños están en la calle todos los días solos. Gasten ese dinero en hacer un colegio, una guardería, para recoger a los niños”. Eso hicieron. Y le pidieron que fuera a inaugurar el centro al que habían puesto su nombre. Mi padre les dijo que no, que se llamara Camilo Carrero, el nombre de mi abuelo. Todavía sigue allí esa escuela. Una virtud de mi padre era la honradez, pero no me refiero exclusivamente a la del dinero, jamás mintió a nadie. Cuando no ha podido decir algo, no lo ha dicho. Así nos enseñó: cómo pensar y actuar, tratar a los demás, ser justo, el sentido del deber, de la bondad de ayudar a los demás… Lo que yo pueda tener de bueno es siembra de mi padre”.
Leer más...

Los funcionarios funcionan

Meterse con los funcionarios ya está bien, es un tópico manido, un chiste recurrente. Muchos trabajadores en sus empresas, en horas de trabajo, se pasan el día hablando de lo bien que viven los funcionarios; salen a tomar café para criticar lo poco que trabajan los funcionarios. Fuman en la puerta del curro señalando a los carteros, a los barrenderos, a los servidores públicos. Y así se tiran todo el santo día. Habrá algunos funcionarios que se lo merezcan pues de todo hay en la viña del Señor. Pero yo he encontrado vagos peores en los diarios, en las revistas, en la universidad privada–cuanto más alto el puesto, más vagos-, entre mis vecinos. El número de cuantos no cumplen con su obligación es alto pero no se circunscribe a la función pública, está en todas partes.

Los funcionarios son los que trabajan la cosa pública, la de todos; los que tramitan las relaciones de los ciudadanos con el Estado, los que facilitan la tarea… Los funcionarios apagan incendios que provocan ciudadanos privados; se enfrentan a tiros con delincuentes y narcotraficantes que los tachan de racistas y fascistas; escalan montañas para salvar a un excursionista torpe o desafortunado, los funcionarios conducen ambulancias, mantienen operativos los hospitales públicos, enseñan a las futuras generaciones en colegios, institutos y universidades públicas. Por cierto, estas últimas tienen mayor calidad que muchas de las privadas, por no decir todas.

Me contaba el padre Oltra que fue a cobrar su último sueldo a un banco estatal alemán en Berlín, en 1945. Las tropas soviéticas estaban asaltando el barrio a menos de 300 metros. Sangre, fuego y acero. El funcionario alemán estaba en la ventanilla, cumpliendo con su deber y el padre Oltra cobró su última paga como capellán, mientras se acercaba el rugido de los carros de combate T-34.

Atender al público es duro, lo sabe cualquiera aunque no sea funcionario. Hay de todo y escuchas de todo. Al cajero de la Dirección General de Tráfico le decían muchas lindezas en la ventanilla de las multas y éste seguía trabajando con estoicismo mientras le espetaban: “ladrón, sinvergüenza, ¿qué comisión de las multas te llevas tú?”. En Tráfico decidieron retirar al hombre adusto que trabajaba rápido y bien. Pusieron en la ventanilla a otro muy amable y educado, que dedicaba media hora a cada persona que llegaba a la ventanilla: Las colas bajaban por las escaleras y seguían por la acera de la calle. Los gritos del público eran peores y más fuertes. Volvieron a poner al funcionario casi mudo y eficaz en la ventanilla y se acabaron las colas y volvió a ser el único receptor de insultos que, en realidad, le hubieran correspondido al director de Tráfico, al ministro del Interior y al presidente del Gobierno.

Además, sus sueldos suben menos, los congelan y los bajan. ¿Qué nosotros pagamos su salario? Sí y también las subvenciones a grupos gays de Zimbawe, los pagos de los rescates, los sueldos y gabelas de los políticos y once millones a Marruecos, olvidando a los funcionarios de policía humillados y ofendidos en la frontera de Melilla con la barbarie.

¿Qué hay muchos funcionarios? Porque las administraciones se han multiplicado por 17 gobiernos de taifas pero eso tampoco es cosa de los funcionarios, seamos serios. Además, los funcionarios aprueban una oposición, los asesores no.

No me salgan ustedes que si esto o aquello que a veces confunden a los políticos con los funcionarios; éstos no hacen las leyes y su voto vale lo mismo que el suyo en las elecciones.
Leer más...

Celibato, ¿para qué?

En la religión católica los sacerdotes asumen el celibato. Esto no es un mandato de Cristo sino de la Iglesia. Procede directamente de San Pablo que, a la postre, escribió aquello de “más vale casarse que quemarse”. El ramalazo misógino de ese santo impuso muchas restricciones a la mujer y alejó de ella a los sacerdotes, aunque la cosa no funcionó así desde el principio.

En el año 306, en España, se reúne el Concilio de Elvira y emite el Decreto 43: los curas no pueden yacer con sus esposas la noche antes de dar misa. En el año 325, el Concilio de Nicea prohíbe casarse a los sacerdotes si ya están ordenados. Ese mismo año, en el Concilio de Laodicea, proscribe la ordenación de mujeres. En el año 385, el Papa Siricio abandona a su esposa para ocupar la silla de San Pedro e insiste en privar a los curas de dormir con sus señoras. En el año 401, San Agustín, que de esto sabía bastante, escribe: "Nada hay tan poderoso para envilecer el espíritu de un hombre como las caricias de una mujer". Pero a él no le pasó. Golfo de joven y santo de mayor.

El segundo Concilio de Tours, año 567, establece que si un clérigo es hallado con su esposa en la cama será excomulgado por un año y reducido al estado laico. Ley difícil de cumplir si tenían la picardía de cerrar la puerta con llave. Trece años más tarde, el Papa Pelagio II no persigue a los sacerdotes casados pero prohíbe que den la propiedad de su iglesia a sus esposas o hijos. Vamos, que si el marido era cura y moría, la viuda y huérfanos, a la calle. Después, el Papa Gregorio, "el Grande", va más allá y proclama que el deseo sexual es malo en sí mismo. Sin mucho éxito, menos mal porque hubiese acabado con la humanidad, dado que, en el siglo VIII, San Bonifacio informa que casi ningún obispo o sacerdote es célibe en Alemania. Lo mismo ocurre en Francia.

El obispo San Ulrico escribe a favor del matrimonio de los sacerdotes para purificar a la Iglesia de los peores excesos del celibato. Ya en 1045, el Papa Bonifacio IX, en pleno Cisma de Occidente, renuncia al Papado y se casa. En 1074, el Papa Gregorio VII prescribe el celibato a los sacerdotes para poder ordenarse: "Los sacerdotes [deben] primero escapar de las garras de sus esposas". Aquí las mal vistas son las mujeres. El Papa Calixto II llega más lejos en el Concilio de Letrán y decreta que los matrimonios de los clérigos son inválidos. Será el Concilio de Trento, en el siglo XVI, quien asegure que el celibato y la virginidad son superiores al matrimonio. Y así ha llegado la cosa a nuestros días.

La cuestión del celibato comenzó, así, para que la Iglesia no se viera metida en líos porque los clérigos dejaran en herencia a sus familias propiedades eclesiales. Siguió por el espíritu de la Iglesia en contra de las relaciones sexuales, procedente de los santos Pablo y Agustín.

Los sacerdotes, para poder dirigir a su grey, han de conocer su vida y problemas. Casarse no va contra el espíritu del Cristianismo. Si atienden más a su familia que a su Iglesia, lo mismo les puede ocurrir con otros vicios como el juego, el fútbol, la política o miles de cosas. Los sacerdotes son personas consagradas pero personas a la postre, con las mismas dudas y necesidades que el resto. Los cursillos prematrimoniales mejorarían mucho, de forma especial, si se tuvieran en cuenta los escritos de Juan Pablo II, ese pedazo de Papa, que afirmó, está escrito, que es obligación del marido en la relación sexual dar placer a la mujer. No sólo eso.

Con respecto al tema que nos ocupa, en julio de 1993, Juan Pablo II recordó que "el celibato no es esencial para el sacerdocio; no es una ley promulgada por Jesucristo”. Y aquí está el quid de la cuestión. Jesús bendice con su presencia el matrimonio en las bodas de Caná. Los evangelios son inmutables, palabra de Dios. Las leyes de la Iglesia van cambiando, son de hombres y el Papa sólo es infalible en cuestiones de dogma.

¿Qué la misión exige renunciar al matrimonio? Pues celibato para los políticos, funcionarios, militares, policías, bomberos, profesores, médicos y demás vocaciones de entrega que no se limitan a las ocho horas de jornada. A ver si los demás hacemos penitencia en el matrimonio y nuestros pastores se libran. Como dijo el filósofo a preguntas de su discípulo:
- "Maestro, ¿me caso o no?".
- "Hagas lo que hagas, te arrepentirás".
Leer más...