A las órdenes del reloj

Un día más debí pronunciar palabras de ánimo sin creer en ellas. Las depresiones se extienden y contagian más que los constipados o las liendres en los colegios, democráticamente igualitarios: públicos y privados, demostrando el fracaso en lo humano de esta civilización, el vacío enorme de una sociedad sin utopías. El dormir embrutecido ayuno de sueños. Gente que se inventa a sí misma, coge su vida en piezas, como si fuera un rompecabezas de trozos aislados y lo ordena a su manera que no suele corresponder a la diseñada por el tiempo y el espacio. Tic, tac, hora de comer,; tic, tac, hora de laborar; tic, tac, hora de amar.
Otros inventan las piezas que creen les faltan. La gente se miente porque no se gusta a sí misma. Si fuera de otro modo, no inventarían tanto. Dudas que embargan a personas, incapaces de tomar decisión alguna. Todas las razones lógicas están del mismo lado, en el otro la ilusión, posiblemente sin futuro alguno, pero siempre tan poderosa.
La alienación del trabajo indeseable, el otro no es trabajo, es el precio que pagamos por vivir en la sociedad industrial compleja, por que no nos corte el cuello un hutu o un tutsi, por no ser ametrallados en una iglesia de San Salvador, bombardeados en Herat o extorsionados por la mafia rusa, sí por el Estado, sí por los vecinos, sí por la subcultura de lo “correcto”: “Esto está bien, esto está mal”.
La desgana aguarda para asaltarnos por sorpresa y extenderse vertiginosamente hasta hundirnos en la apatía de las “tristes multitudes de los metros”. Vagones donde nos miramos, cada día distinto pero igual. No, no nos conocemos. Ignoro qué os gusta comer, qué manías tenéis antes de acostaros: beber agua, bajar las persianas o qué y en qué pensáis en el Metro, ahí, enfrente de mi.
Un mundo rico plagado de rivalidades, envidias y duelos de poder mezquino. El mundo se agita de tarde en tarde y la actividad despierta a algunos del sueño cotidiano, ojos abiertos, sorprendidos, esperando el acontecer del próximo minuto.
Unos estudiantes pasan ante un furgón de antidisturbios ("yo dejé mis campos, vine a la ciudad; yo dejé el arado y cogí el fusil, después vino la traición"), encerrados como animales, aislados, esperando en el ahogo de sus jaulas hasta que el guardián del ergástula les derrame sobre quienes cantan, éstos saben la letra pero ignoran la música. Ellos resplandecen arriba, despreciando cortésmente todo lo que se mueve. “¡Ignorantes gobernados!” piensan los monclovitas. La lógica del poder, ¿se escribirá con jota? 
Durante una visita al grupo francés Zodiac, pregunté por lo insalubre del olor a pegamento por doquier, el patrón-director sonrió: “Buenos, estamos en Cognac y este licor produce los mismos efectos, ja, ja”. Quilapayún en el recuerdo: “Patrón, ese hombre que tirita tras tus reses, huella y harapos, patrón, sufriendo a veces, patrón, por tus intereses, ahí va tu peón”. Efectivamente el vendaval no tiene rienda. No hay quien lo detenga, pero es éste un mundo de brisas amañadas.
Quienes se mueven, herederos del mañana, llevan un mundo de uniformes o movilizaciones, mártires y asesinos. Quién está dispuesto a morir, está dispuesto a matar o es santo. Entre todo ello, una tupida red diaria, entre parejas y entierros con condenas que asquean.
Me refugio en Leonard Cohen y en los frutos de estas letras vomitadas sin coherencia, una hora más de motín contra el reloj que tanto desprecia el pagador. Tal vez así puedo conocer la sutil importancia de contemplar cómo la luz de la vela atrae a las mariposas. Ya no conservo la vieja ilusión de hacer la revolución y Tiabea se hundió en la última erupción del Krakatoa.

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