Entra un hombre grande y barbudo en el vagón,
llevando un teclado y su trípode. Le acompaña una chica más joven, gordita, en chándal.
El hombre anuncia, con acento argentino, de forma amable, que quieren ofrecer un
poco de música. Mientras toca las teclas, la chica le mira con arrobo, exhala
dulzura. Anuncia el hombre que ahora tocará su hija. Cuando suena “El cóndor
pasa” en los dedos de la chica, el padre entra por encima del teclado y la
tocan a cuatro manos. El hombre pasa entre los pasajeros sin molestar y sale
seguida de la hija, el muy alto, ella bajita. Es conmovedor, al menos la
primera vez que lo ves, cuando llevas tres, menos.
Entra un
hombre y llora, nos dice que los comedores sociales están a reventar y que él
tiene hambre. Sobre su camiseta negra, cuelga de su cuello moreno un Cristo. Clama.
Es una escena dura. Lo malo de los vagones de la línea 6 es que son diáfanos.
Cuando el hombre baja en la estación y se sube unas cuantas puertas más allá,
está en el mismo vagón. La escena se repite.
Por el
otro extremo entra una pareja de mujeres, también piden. Un hispano en la
treintena vende a euro bolígrafos retráctiles y minilinternas de leds.
La
estúpida ausencia de un libro me lleva a pensar varias cosas: Es mejor
equivocarse dando, como hacía el doctor Arruti. Esto es dolorosamente conocido.
La cuestión pasa de lo personal a lo social cuando todos ellos han entrado en un trayecto de Metro de
20 minutos.
La
inversión de un euro y medio del billete de Metro es rentable por las concentraciones de
gente que no puede moverse y sobre la que actúan los oradores que de eso viven, que no es poco.
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