Por Gustavo Morales
María Eugenia Yagüe no pudo hacer
mejor elección de autor para la biografía de su padre, Juan Yagüe Blanco. Puso
en manos del Dr. Luis Eugenio Togores un archivo con más de 20.000 cartas,
diarios privados, informes confidenciales, hojas de servicio y variada
documentación oficial y privada. Con esta tercera biografía, Togores cierra un
ciclo de 10 años en el que ha dado a la imprenta tres magníficos libros, uno
sobre el fundador de la Legión, Millán Astray; otro, sobre el primer jefe de la
División Azul, Agustín Muñoz Grandes y el que hoy traemos a estas páginas. Los
tres militares tienen tres puntos en común: El africanismo, entonces compartido
por buena parte de los mejores soldados que España tenía. Los campos de
batallas del norte de África fueron la escuela de muchos jóvenes oficiales
españoles, al frente de unidades de elite como Tiradores de Ifni, Regulares o
la legendaria Legión española. El amor a la patria que les llevó a la rebeldía
para impedir la destrucción de la nación; amenazada por sucursales bolcheviques
al servicio de Stalin y por el separatismo burgués en Cataluña y Vascongadas. Y
por último, pero no menos importante, la preocupación sincera y materializada
en actos por los menos favorecidos de los españoles.
La carrera de Yagüe
puede dividirse en varias fases. Su formación en la Academia de Infantería de
Toledo, su bautismo de fuego en África al frente de tropas de choque como
regulares y legionarios. Allí empezó a revelarse como un táctico magnífico,
sabía mover sus tropas en operaciones relámpago donde la movilidad y la
potencia de fuego lo eran todo. Tan fue así que Yagüe es puesto por el gobierno
elegido democráticamente al frente de las tropas que han de sofocar el
alzamiento armado de la izquierda contra la República en 1934. Yagüe, un simple
teniente coronel entonces, también es protagonista en la guerra que enfrentó a
los españoles en 1936. Sus movimientos militares, rápidos y audaces, le
confirman como un táctico de primer orden, de valor personal acrisolado. Su
ascensión por Andalucía occidental y Extremadura es relámpago. El asalto a
pecho descubierto de las murallas de Badajoz, sin esperar el apoyo de la lejana
artillería, ahorró tiempo y vidas.
A pesar de esa
magnífica carrera, la vida del militar castellano estuvo llena de sinsabores. La
izquierda en el nuevo poder republicano le degrada en 1931; dos años después le
expulsa de África. La derecha en el gobierno tras las elecciones también le castiga
por su eficiencia en Asturias en 1934, atendiendo a difamaciones que no a
hechos. Sus compañeros de armas, en 1937, durante la guerra, contestan a sus
peticiones de perdón para los falangistas encarcelados en el bando nacional (1937)
con un arresto serio y la separación temporal del mando. Yagüe, hombre tozudo
como castellano viejo, poco después, pedía paz y perdón también para el
enemigo, algo que jamás hubiese obtenido si hubiese perdido la guerra: “(…) Hay
que atraer a los rojos; porque no podemos seguir siempre divididos en dos
bandos irreconciliables, y porque entre los rojos hay muchos hombres rebeldes
ante la injusticia, que luchaban y caían por la justicia, y estos hombres,
convencidos y encuadrados en nuestras filas, serán el principal soporte de la
Falange”. Destituido de forma fulminante es desterrado año y medio a San
Leonardo, su pueblo. Muchos meses después, le alivian la pena dejándole
trasladarse a Burgos. Es vejado por los
gobernadores de Soria y Burgos y por el teniente coronel de la Guardia Civil. De
aquel tiempo es su correspondencia más amarga. Escribiendo al ministro Girón,
Yagüe dice a su camarada: “[Franco] hace suya la doctrina de la Falange; con
todos los poderes en su mano (…) la impone en lo externo y accidental, pero al
llegar a lo fundamental, titubea y consiente que constantemente sea vulnerada
por los hombres más allegados a él”, en referencia a Serrano Suñer con quien
mantuvo una abierta enemistad como todos los falangistas sinceros. En esos
días, Yagüe profetiza el enorme desgaste de una Falange, que parece gobernar de
cara a la opinión pública, dilapidando su futuro al no llevar adelante todos
sus postulados mientras, en palabras del autor que comparto, “numerosos
aventureros y políticos oportunistas como Areilza, Suárez, Martín Villa o Fraga
Iribarne, que enfundados en el uniforme de FET y de las JONS hicieron carrera
dentro del régimen llevándolo a unos derroteros muy distintos de los que
soñaban Girón, Yagüe, Narciso Perales, Tarduchy, Muñoz Grandes”, etc. Como
sucederá en el caso de los últimos mencionados, a pesar de sus denuncias contra
el acompañamiento coreográfico de los arribistas con sus nuevas camisas azules,
no eran hombres rencorosos. Yagüe pasa del castigo al mando, en este caso, del
X Cuerpo de Ejército en Melilla que está a la tensa espera de una invasión
aliada. Pasado el peligro, en octubre de 1943 Yagüe, ya teniente general,
recibe la Capitanía General de Burgos. Al acabar el conflicto, es nombrado
ministro del Aire, capitán general de Burgos y, a la postre, responsable de la
lucha contra la invasión de las partidas comunistas, que se daban a sí mismas
el nombre francés de maquis, y que terminaron siendo bandoleros. El despliegue
que realiza contra los facciosos los neutralizó como fuerza enemiga digna de
consideración. Entre los invasores comunistas capturados hay españoles, pero
también franceses, polacos, italianos y croatas. A la par, su inquietud social
como falangista mejoraba cuarteles, auxiliaba a los presos, abogaba por los
inocentes, levantaba viviendas sociales y dejaba tras él una estela de
admiración y lealtades.
Lo que no dejó Yagüe
fue fortuna alguna, vivió y murió pobre. La izquierda marxista le ha difamado
como “carnicero de Badajoz”, en una pura operación de propaganda con la
intención de ocultar Paracuellos y las matanzas consentidas en las cárceles
republicanas. La derecha no le ha perdonado su denuncia pública y abierta contra
los ansiosos de poder y deficitarios de honradez de ciertas mafias católicas que
se hicieron cargo de los gobiernos franquistas desde 1945. En este caso, Franco
respondió imponiéndole la Orden Imperial del Yugo y las Flechas. Algunos de sus
compañeros militares, como el general Varela, hicieron cuanto estuvo en su mano
para dejarle en la inopia, la destrucción segura para un hombre de acción como
era Yagüe.
Como bien escribe
el autor, Yagüe “nunca fue un hombre de medias tintas”. El militar fue, con
intensidad y sin rubor, cristiano, español, soldado, falangista y padre. Poco ortodoxo como se evidencia en sus palabras: “A nosotros no nos
importa un centímetro más o menos de tela en la mujer, nos importa un adarme de
virtud. Nosotros queremos nuestras mujeres alegres y sanas, nosotros queremos
que sean así, porque así fue la santa más grande que hubo en España que fue castellana”.
La dura Castilla
que dio a España a Rodrigo Díaz de Vivar, a conquistadores de mundos
desconocidos, a soldados de los Tercios invencibles, tenía todavía resuello
para engendrar a un soldado español de la talla de Yagüe.
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