Gustavo Morales
La política del bien público
El concepto de política está devaluado, lo recogen muchas
expresiones del idioma, como la del mismo perro con distinto collar. Los
políticos no son valorados positivamente por sus compatriotas. Ahí están las
encuestas y el decir de la calle. Esto produce un alejamiento constante de la
política de muchas personas que se vuelven a su entorno desentendiéndose del
común, de la res publica. Sin embargo, la política es más que importante, es
inevitable. Participemos o no sufriremos la acción del Gobierno al frente del
Estado. Por ello, es necesaria una reivindicación de la política, de la
participación en la definición de bien común y de su aplicación. “Si el
problema fundamental de la sociedad es que las demandas son infinitas y los
recursos limitados, la ciencia de las ciencias es la política y no la economía”
[1]. El
Estado totalitario murió en el siglo XX, intentaba crear una sociedad nueva sin
conflictos.
La política es una actividad humana porque es específica
del homo sapiens. Personal porque responde a la persona, no al individuo, es
decir, al hombre en relación con su entorno social del que no puede desligarse
sino para caer en el racionalismo estéril o el mito de Robinson Crusoe. Quizás
quien mejor comprenda esta diferencia es el Derecho, encargado de hacer
normativa de las relaciones humanas. “El único habitante de una isla no es titular de
ningún derecho ni sujeto de ninguna jurídica obligación. Su actividad sólo
estará limitada por el alcance de sus propias fuerzas. Cuando más, si acaso,
por el sentido moral de que disponga. Pero en cuanto al derecho, no es
ni siquiera imaginable en situación así (...) La personalidad, pues, no se
determina desde dentro, por ser agregado de células, sino desde fuera, por ser
portador de relaciones.” [2] Es decir, “mi identidad, sin embargo, es algo
tanto individual como social. Es individual porque es únicamente mía, pero en
realidad está compuesta por una serie de reconocimientos mutuos con otras
personas en un contexto social”. [3]
La vida política es inevitable, un imperativo de la polis
al que no podemos sustraernos porque es nuestro medio de desarrollo y
convivencia. Libre porque la libertad legitima de forma más sólida el proceso
de elección de gobierno y la crítica a su actuación.
La participación de todos y el gobierno de pocos están
justificados en cuanto su objetivo es el bien común, de otro modo es oligarquía
cuando menos. Fernando Sebastián, exarzobispo de Pamplona, sintetiza: «La vida política, en su conjunto,
la de los votantes y la de los dirigentes, es una actividad humana, personal y
libre, cuya legitimación moral está en la promoción y defensa del bien
público». ¿La legitimación moral de qué? La de ser dirigentes, la de gobernar
sobre iguales; la de elegir pensando en el bien común y no de facción o
geografía.
Para santo Tomás el bien público es la finalidad última
del Estado, el fin social. Es sabido que justifica el tiranicidio. Sin duda, ha
sido a través de los caminos de Roma como se extendió el cristianismo en
Europa. El humanismo cristiano y el Derecho romano sustentan el moderno Estado
demócrata. El cristianismo difunde la idea de la igualdad ante
Dios, de la libertad para elegir entre el bien y el mal, de la fraternidad
entre prójimos. No sólo palabras. Como ejemplo, miles de monjes copiaban a mano
textos griegos y árabes que superan la Alta Edad Media europea y
convierten al subcontinente en la primera potencia en filosofía. El peso del
cristianismo es indiscutible en los valores europeos y en su desarrollo.
Sebastián recuerda: “Los
principios que rigen la vida democrática han nacido del cristianismo. La
igualdad y los derechos de las personas, la soberanía de los pueblos, el
concepto de autoridad como servicio al bien común y no como simple dominio o
imposición, la igualdad de todos ante la ley, todo esto, nace históricamente de
la experiencia cristiana y de los valores morales del cristianismo. Incluso
cuando semejantes ideas se afirman contra la Iglesia, quienes las defienden son
hijos de la tradición y de la cultura cristianas” [4].
La Iglesia perdió poder temporal pero una idea cristiana tomó su relevo: el
libre albedrío, justificado en la relación directa con el Creador, sin
intermediarios: “Sólo a través de mi se llega al Padre”. Las tesis de Lucero
contra cierta corrupción vaticana de su tiempo sirvieron para una reforma
protestante que rompió la verticalidad de la Iglesia, la primera a que se
aplica el término fundamentalismo. También dieron justificación y bandera a los
ambiciosos príncipes alemanes para romper la unidad imperial romano-germánica,
al teñir de ideología las ambiciones por dominios y gabelas en tierras, pueblos
y el floreciente comercio. Sus aires se respiran en el nacimiento del
liberalismo. Democracia y filosofía,
dos fenómenos que no se producen en territorios con otras religiones
mayoritarias. La idea es de Gustavo Bueno.
El Estado egoísta
El abandono de una acción moral por parte del Estado
florece en la mente de un hijo de la Iglesia, que puso su patria por encima de
su fe: el cardenal Richelieu. A partir de la razón de Estado como argumento
supremo, la Revolución posterior pretende construir un nuevo mundo con una
nueva moral. Tras la edad de las catedrales, cuando los hombres escribían en
piedra dice Víctor Hugo, llegó la de los comerciantes cuyos intereses
afianzaron la presencia de Europa en ultramar. El Renacimiento fue un puente
para el homocentrismo. Una nueva ideología, el liberalismo, se expande en el
siglo XIX, combate en el XX y entra victoriosa en el siglo XXI. La nueva
hegemonía proclama el dogma del egoísmo individual, al que transmutan de vicio
privado en virtud pública. Con la caída de la Unión Soviética y hasta la
extensión del integrismo islámico las instituciones del liberalismo celebraban
el fin de la Historia.
El liberalismo dice que el bien público es la simple suma
de los intereses individuales de personas y grupos: reduce al Estado al papel
de gendarme que evite la anarquía y sea el depositario de la soberanía nacional
instrumentalizada en las leyes. “Nace el Estado liberal cuando triunfaba en Europa
la cultura <racionalista>. Una Constitución es ante todo un producto
racional, que se nutre de ese peculiar optimismo que caracteriza a todo
racionalista: el estar seguro de la eficacia y el dominio sobre toda realidad
posible, de los productos de su mente” [5]. Es
una muestra más de la soberbia racionalista. Desde la Revolución Francesa el
hombre al nacer se supone realiza un presunto contrato social para aceptar los
límites a su libertad a cambio de las ventajas del Estado. Las constituciones
liberales son la expresión escrita del contrato social.
Esta
idea falla en tanto no es la suma de los egoísmos individuales la que
construye el bien público. El trabajador es libre de no aceptar las condiciones
laborales. El emigrante es libre de quedarse en su país. El tendero es libre de
no fiarles comida. La entidad financiera es libre de invertir y prestar a quien
quiera. Pero el ejercicio de esas libertades tiene consecuencias: paro,
miseria, carestía y fuga de capitales. El liberalismo ondea la bandera de la
libertad para ocultar los intereses más egoístas, las apetencias más mezquinas.
El nuevo marco mundial tras la derrota del fascismo en Europa hizo prioritario
para el liberalismo dirigir
la voluntad de los trabajadores-consumidores-votantes desde la segunda mitad
del siglo XX, como venía haciéndose desde finales del siglo XIX en Estados
Unidos. Los intervencionistas norteamericanos desde el presidente Wilson
defendían la idea de evangelizar el mundo con un sistema político tan justo y
perfecto como el suyo. Para eso crearon Naciones Unidas. El bien público lo
definía en cada momento la opinión pública, a la postre, la opinión publicada.
Un hecho, una crítica y casi una alternativa:
El sistema liberal no redistribuye. Quinientas personas
del mundo tienen más dinero que 400 millones de occidentales. Sin incluir a 400
millones de indios con menos de medio dólar diario, tantos africanos, más
asiáticos y algo menos de hispanos. Uno es demasiado.
Una crítica. Las mayorías no deciden sobre la verdad y la
mentira ni pueden cambiar el bien por el mal con leyes y comisiones. Azaña se
salió de una votación del Ateneo sobre si existía Dios: “Son ustedes unos
idiotas”. La democracia no es la exigencia de que todos comulguemos con las
mismas ruedas de molino. “De ninguna manera debemos aceptar que para ser un
buen demócrata haya que ser relativista en lo religioso y en lo moral”[6].
Las creencias no están a merced de los votos. El Gobierno no puede pedir a las
entidades sociales, y la Iglesia lo es, que se circunscriban al ámbito de lo
privado cuando sus leyes son ofensivas para una parte importante de la
población. El Estado prima a las minorías religiosas sobre una mayoría social
cristiana indudable.
Utopía. El bien común facilita a cada persona su búsqueda
de la felicidad en un ambiente tolerable al promocionar el bien y proscribir el
mal. Un Estado administra ese bien público, da servicio a todos, de forma más
acusada a quienes más lo necesitan.
En cambio, la vida parlamentaria con sus servidumbres en listas
cerradas y disciplina de voto, teje continuos ataques de facción, alianzas
postelectorales y el endiosamiento de la ley cada vez más ajena a la justicia.
Los diputados están al servicio de parte. No reciben más los necesitados sino
quienes disponen de fuerza parlamentaria para pactar, poderosos a la postre. La
ley de ese Estado defiende menos a los más de los comunes que a los menos
comunes. Cede ante la razón de la fuerza de secesionistas interiores y reductores
exteriores. Los votos se sientan con las pistolas en la mesa de negociaciones.
Olvidan que el Estado de Derecho es respetable cuando esa ley expresa la
justicia, no cuando la ofende. La obediencia debida murió en Nuremberg.
“La
violencia y el terror necesarios para conseguir la unanimidad no son más
humanos cuando se aplican en nombre de la democracia que cuando el objetivo es
la pureza racial o la igualdad económica”[7].
Púlpito audiovisual
Ahora
la sociedad light prima el
individualismo menos fraterno y la satisfacción en sensaciones instantáneas y
fugaces. El culto al egoísmo corresponde hoy al modelo de cultura audiovisual
donde se instalan los nuevos púlpitos, cuya razón se basa en mayorías
manipuladas. “Tan responsable como el dominador es quien admite la dominación”,
adujo el imam Alí. Otras plumas ya escriben mejores trabajos sobre políticos y
política individual. Estas líneas valoran la acción del público inerme e inerte
a quien el decano Patxi Andión cantaba a finales de los años setenta del siglo
pasado: “Quiero insultar a esos hombres que estando en el escenario no son más
que decorados”.
Es
un público bien atendido con su soma diario. El aumento del ocio ha
multiplicado la oferta audiovisual. Buena parte de la vida ha pasado del hecho
personal al espectáculo para las masas. Imagen, sonido y titulares bombardean
con las leyes del consumo al individuo donde se refuerza su condición de
espectador. La vida reflejada en los medios de masas induce modelos de
comportamiento y conducta en los espectadores. Un nuevo modo de estar se
universaliza al ser visto como algo normal en cine y televisión. La libertad de
los ajenos al poder y la gloria se reduce a la elección de canal. “La
aparente libertad anónima será espejismo (...) donde sólo las clases
propietarias e ilustradas tendrán vida y actividad reales.”[8] Gran
parte del resto de la gente dedica su ocio creciente a la contemplación de
vidas ajenas.
La
homogeneización del público, mediante pautas de conducta emitidos por los
medios, facilita la producción masiva de bienes de consumo abaratándose por su
globalización. Este proceso de imposición de gustos no crea un vínculo distinto
al de consumidores. La globalización requiere que esa masa esté invertebrada,
compuesta por individuos aislados cuyo asociacionismo sea inocuo. Para romper
la resistencia, se acaba con las entidades más naturales podando a la persona
para dejarla en individuo. Finaliza el proceso de trasformación de comunidad a
sociedad basada en el contrato social. Esa cultura general alcanza incluso a
quienes constituyen la nomenclatura del poder político y comprenden el proceso,
son cómplices. “No sólo son individualistas los meros ciudadanos que van por
libre: también el político lo es en la medida en que su oficio ha dejado de ser
un claro servicio público para ser un servicio a los intereses de un partido o
de una clase profesional”.[9] El
bien común queda relegado por el interés del partido o del gremio ante la
indiferencia social.
Los
nuevos predicadores están en los medios audiovisuales y generan opinión. Los
medios no son fundaciones culturales sino empresas a la búsqueda de beneficios.
Sus emisiones responden a objetivos en términos de obtención de clientela para
ventas publicitarias o electorales. Influyen de modo importante sobre las
decisiones y tomas de actitudes de cuantos forman la sociedad.
Persona
La
persona trasciende al individuo aislado cuando se encarna en la humanidad y
dentro de una cultura con la que no hay contrato social previo sino armonía o
conflicto. Es obvio que nadie elige nacer en un entorno concreto, no se
negocia. Sí en cambio es posible una participación personal en el gobierno del
común. En palabras de Maurras, “la sociedad es, pues,
un «agregado natural», que se rige por las leyes de jerarquía, selección,
continuidad y herencia. Su desarrollo consiste en la elevación del grado de
sociabilidad desde la familia hasta la nación”[10].
En cada uno de esos segmentos, de vida y tarea, participa la persona. Es la
vertebración que Ortega añoraba en España. El Derecho que ya vimos regula esas
relaciones humanas, no es inocuo. Se construye para alcanzar objetivos. “El Derecho es, ante todo, un modo de querer, es decir,
una disciplina de medios en relación a fines, ya que todo ingrediente
psicológico de la voluntad es ajeno al concepto lógico del Derecho (...) Sus
normas, además, se imponen a la conducta humana con la aquiscencia o contra la
aquiscencia de los sujetos a quienes se refieren; es decir: que el Derecho es
autárquico”. [11]
Decimos que la
aceptación de la relación entre persona y sociedad marca la integración en la
Historia humana. La rebelión contra esa relación con éxito hace la Historia.
Son revoluciones que aceleran un proceso incluso cuando fracasan, como le
ocurrió al comunismo que impuso un bien público en nombre de una sola clase
internacional.
En resumen, la vida política es ineludible como seres
humanos, en ella estamos cuando menos de financieros vía impuestos y receptores
de la acción del Estado, distributiva y represiva. La vida política debe mantener
como polar un imperativo moral, tanto para representantes como representados, a
favor del bien público alejando banderías. Los gobiernos que reciben la
confianza política de la mayoría deben administrar y distribuir conforme al
interés común de la nación, no de una parte u otra de ella geográfica o
sectorial. Estas palabras son cánticos etéreos y no realidades.
La
sociología nos dice que España es una país cristiano, también hay mayoría entre
los diputados. “La vida política ha estado y está
dirigida por gobiernos en los que participan decisivamente partidos, grupos y
políticos supuestamente cristianos, muchos de ellos católicos [...] Un político
católico, si no es un oportunista no puede disociar sus creencias religiosas de
su actividad política. En conciencia, no puede aceptar ni colaborar en la cada
vez más numerosa legislación anticristiana, como la abortista o la favorable a
la eutanasia, o la que ataca de diversas maneras a la persona o destruye la
familia [...] Dada la participación activa en la vida política de tantos
católicos y que una gran proporción de votantes lo son también de buena fe, de
ser medianamente atendida, provocaría una revolución en los usos políticos” [12].
Minorías
combativas han conseguido mediante una acción continuada la conquista de
parcelas de poder político y mediático muy superiores a su proporción en la
población. La ley de matrimonios del mismo género, la ley del aborto, las leyes
de protección de los políticos, etc. no responden a exigencias de la sociedad,
a un clamor popular expresado en acciones multitudinarias, sino a la acción
decidida de minorías activas en una sociedad inerte y desarmada
ideológicamente. Cuantos anteponen el bien común a la ventaja de la facción,
tienen que desarrollar una acción sin apocarse ante el guirigay de los medios
de comunicación de costumbre. Se produce lo que Joaquín Estefanía califica de
“efecto Queipo de Llano”, los partidarios de las ideas predominantes al
expresarse con fuerza y seguridad desde los medios de masas producen la sensación
de ser abrumadoramente mayoritarios frente a las personas que apenas se atreven
a expresarse públicamente y que transmiten la sensación de representar
opiniones menos valiosas y extendidas. Se sienten minoritarios y evitan
expresiones públicas por temor a la marginación social. Es sabido que la
libertad de prensa “se convierte en privilegio (...) ya que su ejercicio queda
reservado a quienes cuentan con los cuantiosos medios materiales que se
necesitan para disponer de uno de esos medios de comunicación”[13]. La
influencia de esos medios genera público fieles para vender a los anunciantes y
a los gobernantes y/o aspirantes a serlo. Alexis de Tocqueville habla del
“despotismo democrático”: “Ausencia de gradaciones en la sociedad (...) un
pueblo compuesto de individuos muy semejantes (...) esa masa informe que es
reconocida como el único soberano legítimo ha sido cuidadosamente despojada de
toda facultad que pueda permitirle dirigir, o por lo menos supervisar, el
gobierno.”[14]
La ameba soberana.
A los rebeldes, la defensa de su identidad requiere saber
que “la
transformación social que propugnamos busca precisamente la organización y la
solidaridad de los españoles.”[15] Ese
es el bien público.
Tenemos derecho a nuestras creencias y a movilizarnos por ellas.
Tenemos derecho a nuestras creencias y a movilizarnos por ellas.
[1] Bernard Crick En defensa de la política KRITERIOS
Tusquets, Barcelona, 2001, página 185.
[2] José Antonio Primo de Rivera “Ensayo sobre el nacionalismo. La
tesis romántica de nación” Revista JONS, nº 16, abril de 1934.
[3] Bernard Crick Obra citada, página 265.
[4] Fernando Sebastián, arzobispo de Pamplona, en Iglesia en
democracia. http://www.iglesianavarra.org/6104democracia.htm
[5] Ramiro Ledesma en la revista Acción
Española, nº 24. Marzo de 1933.
[6] Fernando Sebastián, arzobispo de Pamplona, en Iglesia en
democracia. http://www.iglesianavarra.org/6104democracia.htm
[7] Bernard Crick Obra citada, página 68.
[8] Francisco J. Palacios Romeo La
civilización de choque Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
Madrid, 1999, página 168.
[9] Victoria Camps Paradojas del individualismo Crítica,
Barcelona 1993.
[10] Pedro C. González Cuevas “Maurras en Cataluña” Razón Española
http://www.galeon.com/razonespanola/re85-mec.htm
[11] José Antonio Primo de Rivera “Derecho y política” Arriba
nº 21, 28 de noviembre de 1935.
[12] Dalmacio Negro “Conducta política de los católicos” El
Rotativo, número 70.
[13] Luis Suárez “El hecho concreto de una desideologización”. Altar
Mayor nº 81. Agosto 2002, página 690.
[14] Bernard Crick Obra citada, página 71.
[15] Ramiro Ledesma Nuestra
Revolución. Julio 1936 http://www.ramiroledesma.com/nrevolucion/rnr.html
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